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El estigma de los errores

Updated: Feb 17, 2019


Cada día al despertar, mi pie izquierdo me recuerda la vulnerabilidad a la que estamos expuestos en la vida. Esta es la historia: residía en Quito Ecuador, tenía 24 años y era un emigrante cubano que bailaba para el Ballet Nacional de Ecuador. La noche caía y el cielo lagrimeaba un poco, mientras el danzante sentado encima de una moto recién comprada discutía por teléfono con una amiga-amante en estado alcohólico. Ahora no recuerdo el tema, seguramente cualquier incoherencia proveniente de una mezcla de alcohol e inseguridad propia de quién no se conoce aún. En el hogar esperaba una esposa y una hija con pocos meses de vida, este echo movilizaba la intención de llegar a casa, pero no lo suficiente para ganar la guerra contra un cerebro en desacato a la responsabilidad y apagado por el alcohol.

Sin dejar de hablar por teléfono comencé a rodar la moto, despacio y muy pegado a la acera. Cada miembro del cuerpo está coordinado a una acción específica para que la moto cumpliera su función de transportarme de un punto a otro, uno de ellos estaba sacrificado. Mi mano derecha sostenía el artefacto de comunicación, estaba por entrar en un redondel en una hora de alto tránsito. Pegado a la acera entré en esa circunferencia vial cuando un bus me embistió con la confianza de su tamaño y el poder de sus toneladas de hierro. Era víctima de mi propia irresponsabilidad, sumado a la premura de un chófer, que su único objetivo era un cronograma que cumplir para cobrar una mal pagada quincena. Desde mi espacio vital observé cómo me rebasaba este monstruo, y su parte trasera me expulsaba al piso, no sin antes la rueda posterior triturar mi pie izquierdo contra la moto, de forma que arranqué de raíz el pedal de acero responsable de cambiar las velocidades, (una tuerca de 10 centímetros de ancho) con el hueso inferior de mi humanidad, ese que le daba soporte a mi profesión y que arrancaba aplausos en los espectáculos. El primer pensamiento fue: se acabó mi carrera. Me arrastré hacia el teléfono que aún dejaba escuchar la voz de mi amiga, testigo sonora del accidente, le dije - se jodió, se jodió, ven por favor, ayúdame. - los transeúntes me brindaron su asistencia mientras llegaba mi cómplice para ir por asistencia médica. Llegó, me condujo al hospital, y mientras preparaban para atenderme me sentaron en una silla de ruedas. El alcohol en mi sangre comenzó a dar el show, usé la silla de ruedas para hacerme el payaso, hacer carreras por todo el hospital, también molestaba a la enfermera que intentaba hacer su trabajo con este paciente irreverente que olía a fracaso.

Ese día no llegué a casa, desperté a la realidad circundante en otros brazos, lejos de mi hogar, me golpeó con fuerza, y administró dolor moral a mi dolor físico.

Quedan aún restos de ese dolor físico, cada mañana cuando mis pies entran en contacto con el piso y avanzan mandan un impulso eléctrico a mi cerebro de dolor, hoy ese impulso eléctrico me hizo recordar esta pequeña historia de signos que aún persisten en mi cuerpo, que dialogan conmigo desde un lugar amistoso, pero con la necesidad de salir a la luz en formas de letras que configuren un nuevo camino, hacia un destino desconocido aún, pero ciertamente más pleno y consciente.

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